El lugar no supera los doce o trece metros cuadrados. Unos seis metros por dos y monedas. Ojo entrenado de arquitecto, si se me permite la digresión. Se trata de un "polirrubro", aunque quizás esta no sea la mejor palabra para caracterizarlo. Hay allí siete puestos de Internet, tres cabinas telefónicas, más los restos de otra en la que subsisten el teléfono y un banquito de juguete para sentarse entre la puerta de entrada, el público que se encuentra frente al mostrador y un par de exhibidores de galletitas, papas fritas y algún que otro “snack”. Sin olvidar los bizcochos de la Tía Maruca. No falta el espacio dedicado a las golosinas y el habitáculo aéreo para los paquetes de cigarrillos, tres heladeras con bebidas sin alcohol de todo tipo, más otro artefacto refrigerado que alberga sándwiches, ensaladas de fruta y yogures. En el espacio sobrante, se acumulan algunos packs de bebidas, aún envueltas en el film de polietileno que las contiene.
En el lugar se pueden hacer escaneos y fotocopias, recibir y enviar faxes, se revelan rollos de fotografía, se realizan impresiones láser de documentos digitales. Hasta hay dos sillas plásticas en la vereda en las que habitualmente se estaciona algún personaje haciendo tiempo. En la mañana, por ejemplo, me topé con un jubilado tempranero, con su mate a cuestas, puteando por su magra jubilación; pasado el mediodía estaba allí, lo más orondo, un joven con su MP3 en la oreja, masticando una banana.
Este año se produjo una mejora sustancial, que apoya al negocio y estimula la calma de los parroquianos. A pesar de la crisis energética inexistente que padece Buenos Aires, hay aire acondicionado. Suena (no sé de donde sale, obviamente de algún parlante) música contemporánea latina en general: Alejandro Sanz, Diego Torres, por ahí alguna de Fito Páez.
Estamos en el barrio. Gallo casi al 600. Almagro, específicamente el Abasto. A media cuadra está el cruce con Guardia Vieja. En esa esquina se emplaza un gigantesco Coto. Muy cerca se encuentra esa hermosa basílica romana despojada y cuasi racionalista del siglo XX, que supo ser el Mercado Central y hoy es un concurrido Shopping. A tres cuadras hay un hotel cinco estrellas; a una, una clínica psiquiátrica de dudosa reputación y a media un hotel familiar; al costado un taller mecánico y dos casas más allá un sitio en el que se venden muebles de diseño. Del otro lado del Shopping los turistas se matan (o los matan, mejor dicho) con los espectáculos de tango. De este lado, hay unos cuantos boliches y teatros under, además de Pierino, gran lugar; pastas inolvidables. Lindo barrio. Aquí probablemente se sentiría a sus anchas el personaje de Drexler, aquel que canta “…yo soy un moro judío, que vive con los cristianos…” Estamos unos cuantos, incluyendo unos muchachos africanos que sinceramente no tengo idea de dónde han salido, aunque sus turbantes y los colores de sus túnicas son realmente interesantes y atractivos. No hay rubias de Punta del Este, aunque las mujeres son muy lindas, como todas las porteñas.
Cuando ando por estos pagos normalmente me detengo a comprar cigarrillos o unos caramelos en el lugar, aunque nunca se había presentado la necesidad de utilizar los demás servicios que ofrece. Hoy debí recibir unos faxes y, era obvio, allí fui. Eran varias hojas y la cosa llevó su tiempo, aspecto enfatizado por la ya proverbial calma operativa de mi colaborador -Marcelo- a la hora de ejecutar una de estas maniobras, las que se suponen llevan apuro. En otras palabras, Marcelo se tomó su tiempo y, resignado a contener mi ansiedad, no así las puteadas –mentales, en silencio y educadamente proferidas- opté por observar más detenidamente a mi alrededor, asombrándome cuando tomé conciencia de que allí estábamos simultáneamente doce personas. Y en el tiempo que duró el asunto –el del fax- pasaron unas doce o trece más, algunas al paso, otras en reemplazo de quienes concluían sus conversaciones telefónicas y/o su uso de Internet. Los más molestos, los de las fotocopias, ocupando mi posición privilegiada, junto al mostrador. Un tipo de traje, con pinta de dedicarse a los corretajes de lo que venga, portando una gaseosa de pomelo de un litro marca "Acme", que saboreaba a través de un sorbete, mientras hablaba inagotablemente por teléfono y pedía referencias de distintas calles, abriendo la puerta de su cabina; un par de coreanos quienes, a su vez, tuvieron la capacidad de identificar que un tercer sujeto "oriental" que pasó rápidamente, no era un connacional sino japonés (ellos se dan cuenta, no hace falta aclararlo, aunque a nosotros nos ven a todos iguales); unas jovencitas, colaboradoras de una fundación ubicada en el barrio, que parece estar escasa de recursos y, por lo tanto, los mails los mandan desde el lugar; un obrero de la construcción que fuma Benson & Hedges Box; un par de muchachos –al parecer ingenieros- que estaban fotocopiando una notas redactadas en inglés a ser remitidas al Canadá en busca de algún emprendimiento; una señora con dos críos a cuestas y una niña que vino a comprar un chicle; una joven turista –de origen francés o francoparlante- con su mochila y la infaltable botellita de agua; un set de paraguayos, los de la esquina, que saben tener una exitosa y muy aceitosa parrilla; el muchacho de la banana; una mujer, llamativamente bonita, con aire oriental aunque indefinido y algo misterioso, sumamente apurada; un señor que profesa la ortodoxia judía, con traje negro y todo, a pesar del calor del verano porteño; varios/as buscando tarjetas telefónicas; un par de adolescentes absortos frente a la pantalla de la PC, chateado vaya uno a saber con quién y de dónde, emulando al joven de la banana, con el auricular del reproductor de música eternamente colgado de la oreja; un muchachón que vino a cobrar una cuenta, sin factura ni recibo; más cabinas, más Internet, más fotocopias al paso; un personaje vistiendo unos shorts enormes y ojotas que, según dijo, se encuentra haciendo un trámite por el cual recibirá 120.000 Yen del Japón, que casi se lleva mis papeles, en vez de sus fotocopias… Y yo, bailando el minué del polirrubro, mientras esperaba mis hojas de fax, dejando pasar a unos y a otros en un espacio imposible.
Veinte centavos; cincuenta centavos; dos con veinte; tres pesos; uno con quince; cuatro con cinco; quince centavos; cinco pesos. Te pongo la máquina; cabina dos; saco la fotocopia; va entrando el fax; sacala de la heladera; no, Box no tengo, hay de los comunes; Marcelo T. y Uriburu se cortan, es acá cerca, te paso la birome; andá a la siete; los alfajores son de chocolate; se cortó el fax, dígale que llamen de nuevo; te hago el comprobante, son veinticinco centavos…
Un mundo. Y una caja que se completa pacientemente, moneda a moneda, en ese universo de tan solo doce metros cuadrados.
El hombre debe andar merodeando los cincuenta, quizás algo menos. Tiene cara de paisano y su decir es muy porteño, sin agitación, diría que imperturbable. El hijo hoy no estaba. Por suerte, porque el muchacho es grandote, francamente no hubiéramos cabido todos y probablemente alguno de nosotros hubiera terminado expulsado hacia la calle a través de lo que queda de vidriera, que es bastante poco. Está parado detrás del minúsculo mostrador, con una superficie de apoyo incapaz de albergar más de dos fotocopias a la vez sin que los papeles se caigan y formen un barullo. A su lado tiene el elemento estratégico del lugar: la computadora que controla al sistema, incluida la cámara de seguridad, esa que dejará filmado a aquel que lo asalte o dañe, en un viaje irracional saturado de paco, similar a los que a diario azotan a nuestra sociedad, en este tiempo, el de la crisis energética inexistente, que espero nunca ocurra.
Espacio plural y diminuto, medio de vida, lugar de servicios; instante de resuello en medio del intenso calor del verano porteño; ámbito de la comunicación; aplicación minimalista de la tecnología. Kiosco de Buenos Aires.
Nota: Publicado por Francisco J. Arqueros en http://arsushuaia.blogspot.com el 25 de febrero de 2008.
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